
Por: Santiago Luque
Lo que debía ser un escenario pedagógico para fomentar el diálogo, la diplomacia y la construcción de paz entre los estudiantes de colegios oficiales y privados de Bogotá, terminó convertido en un espejo de las inequidades que atraviesan la ciudad. La edición 2025 de la Simulación de la ONU (SimONU), realizada en la capital, dejó más preguntas que certezas sobre el trato que reciben los jóvenes según su estrato y el tipo de institución a la que pertenecen.
La denuncia, difundida en redes sociales y respaldada por profesores y estudiantes, apunta a que se entregaron refrigerios diferentes para los participantes: mientras los colegios privados recibieron un paquete con pastel de hojaldre, jugo de caja y brownie, los distritales tuvieron que conformarse con un yogur, un petit suisse, galletas y una compota, los mismos productos que se reparten a diario dentro del Programa de Alimentación Escolar (PAE).
El detalle podría parecer menor, pero no lo es. La diferencia no solo estuvo en el contenido, sino también en la forma: unos llegaron en bolsas de papel individuales, otros en bolsas de basura. La simbología de este hecho fue contundente para los jóvenes de colegios públicos, que no dudaron en denunciarlo como una forma de segregación. “Este año SimONU fue un reflejo perfecto de las injusticias, discriminaciones y repugnancias que caracterizan la relación entre los pueblos del mundo”, escribió un estudiante en una carta que circuló ampliamente.
El profesor Óscar Manosalva, del Colegio Distrital Magdalena Ortega de Nariño, quien ha participado por años en el evento, calificó la situación como inédita y señaló que, en versiones anteriores, se contrataban empresas externas para unificar el servicio de alimentación de todos los asistentes. Para él, el hecho de que los refrigerios de los colegios públicos fueran los del PAE es un retroceso que contradice el espíritu mismo del encuentro: poner a los jóvenes en condiciones de igualdad para debatir sobre problemas globales.
La Secretaría de Educación, por su parte, se defendió alegando que la denuncia carece de fundamento y que responde a información “manipulada”. Incluso, la secretaria Isabel Segovia afirmó que instrumentalizar la polémica es “una forma de condenar al fracaso la educación pública”. Sin embargo, su respuesta no logró apaciguar el inconformismo: más bien, dejó la sensación de que la institución desconoce el impacto simbólico de sus decisiones en la vida estudiantil.
La polémica evidencia que no se trata solo de un refrigerio. El fondo del problema es la manera en que el sistema educativo sigue reproduciendo lógicas de exclusión: unos estudiantes gozan de privilegios, otros deben conformarse con lo mínimo. Y esa diferencia se hizo explícita en un evento que, paradójicamente, buscaba formar ciudadanos críticos frente a las desigualdades del mundo.
Lo decepcionante no es únicamente la denuncia, sino el hecho de que en pleno siglo XXI, en un espacio pensado para promover la equidad y el diálogo global, se siga reforzando la idea de que hay estudiantes de “primera” y “segunda”. La SimONU de este año, más que un ejercicio pedagógico, se convirtió en una lección amarga sobre cómo la desigualdad se infiltra en los rincones más insospechados de la vida escolar











